RECUERDO DE UNA PLATICA QUE ME HIZO MI MADRE
Esta historia verídica me la hizo mi
madre, uno de aquellos días de mi juventud.
Ese día, como muchos otros en la vida de
mi madre, la estuve observando mientras ella fumaba cigarro tras cigarro y
mirando a la lejanía del interminable horizonte; después de un largo rato de
estarla observando no pude contener mi curiosidad y le lancé la pregunta: Mamá, ¿qué tiene?, ¿qué tanto piensa?
Ella, tardando un poco, como ordenando sus
pensamientos, respondió a mi pregunta.
¡Ay, hijo! Estoy recordando una plática
que me contó mi mamá. Mira hijo te voy a contar.
Mi madre Sotera era de San Luis Potosí y
mi padre, Santiago, era de San Luis de la Paz Guanajuato.
Un
día le dijo mi papá a mi mamá: “Sotera,
prepárate porque nos vamos de aquí, junta lo más indispensable con lo que
puedan cargar nuestros burritos; y mi madre sin preguntar nada empezó a juntar
lo que pudo de sus pertenencias.
Él ya tenía ensillados sus animalitos, los
cargó con lo preparado por mi mamá y él también cargó algunas de sus
herramientas de trabajo, ya que él era jornalero; dejó dos burros sin carga los
cuales montarían ellos…
Sólo tenían una pequeña hija, mi hermana
Rosa, así que ayudó a montar a mi madre y ya cuando estaba acomodada cogió mi
papá a mi hermana y se la dio en los brazos a mi mamá, luego montó él otro
burrito y emprendieron su marcha.
Días y días recorrieron un camino que
parecía interminable, buscando a veces refugio en algún ranchito que en suerte
les tocara encontrar para pasar la noche y así poder descansar un poco tanto
ellos como sus animales; y a la vez aprovechar para comprar algunos alimentos;
los cuales mi madre preparaba como podía, le daba de comer a su niña y ellos
también hacían lo mismo.
Pasaban ahí la noche a orillas del
ocasional ranchito y otro día, muy temprano volvía mi papá a cargar sus
animalitos, montaban ellos y de nuevo emprendían la marcha, pues cuando no
tenían la suerte de encontrar algún ranchito, dormían a la intemperie en pleno
monte.
Así era su diario peregrinar y me contó mi
madre que ese viaje le costó muchos miedos, angustias y penas; pues pensaba que
algo malo les podía suceder, porque esos caminos eran completamente desconocidos
para ellos, y lo mismo le temían a algún animal que a un mal cristiano a o las
inclemencias del tiempo.
También tenía mucho miedo, contaba mi
madre, de que alguno de ellos fuera a enfermar, por lo cual, ella siempre que
podía rezaba en silencio rosario tras rosario, pidiéndole a Dios y a María
Santísima que los ayudara, pues no sabían cual sería su destino.
Así, caminando, caminando, al paso de
aquellos animalitos; a los que también tenían que darles su tiempo para pastar
y descansar y buscar algún abrevadero para que sus animalitos y ellos saciaran
su sed, aprovechando además, para darse un baño ellos y su pequeña hija Rosa.
Todavía su mamá se las arreglaba para lavar alguna ropa que llevaran sucia por
el sudor y el polvo del interminable camino.
Así pasó el tiempo, hasta que un día de
muchos que pasaron siempre caminando de sur a norte, sorteando cerros y
arroyuelos del accidentado y largo monte, desde el centro de nuestra República
Mexicana; llegaron a un arroyo al lado del camino por donde transitaban, el
cual era rodeado por algunas montañas al lado norte de ese lugar, y me decía mi
madre que ese día llegaron al atardecer, que era un lugar apacible, que allí,
después de descansar un rato le dijo mi papá: “Sote, aquí vamos a acampar” y
dejándolas en la sombra del barranco del arroyo aquél, mi papá se fue caminando
hasta que se perdió en los recovecos del arroyo y al poco rato regresó y
contento le dijo a mi mamá: “Sote, Sote, acabo de descubrir un árbol y debajo
de ellos un manantial de agua que brota, agua abundante y limpia, muy limpia y
fresca” y continuó diciendo: “voy a acarrear las cosas allí más cerquita del
agua”. Habiendo terminado de hacer todo ese movimiento se sentó junto a mi
madre y a mi hermana y se puso por un rato a pensar, callado, callado; de
pronto, me dijo: “ponte a hacer algo de cenar”. Él juntó un poco de leña,
cenamos y al poco rato comenzó a oscurecer, él se puso a limpiar un pequeño
espacio donde tendieron sus cobijas para aprestarse a dormir; mientras los burros,
amarrados a los árboles hicieron lo propio.
Pasó la noche y otro día, al amanecer, se
levantó mi padre y le dijo a mi mamá: “Mira Sote, mientras preparas un café yo
voy a tratar de subir a esos cerros y reconocer el monte del otro lado”, y así
lo hizo.
Pasado un largo rato regresó mi padre,
almorzaron algo, descansó un poco y de nuevo le dijo a mamá: “Sote, voy a
buscar un lugar donde amarrar los burros para que coman un poco y luego volveré
a subir a esos cerros ya que del otro lado pude ver algunos pequeños jacales;
mientras tú entretente con la niña debajo de esos árboles”.
A su regreso, mi padre volvió a sentarse
junto a mi madre, y guardó silencio, sólo pensaba y pensaba; se paró, tomó un
talache y una pala de los que traía, dio varios pasos y se puso a cavar un
pozo. “Mira Sote, ¿sabes tú para qué hice este pozo?” y me contó mi madre que a
esa pregunta que le hizo mi papá le dio miedo, porque lo vio muy serio y muy
triste y que ella no podía adivinar cuáles eran sus intenciones a lo que
respondió: “¡Ay, Santiago! Pos yo cómo sé qué piensas hacer.
Él volvió a quedarse en silencio por un
ratito y luego se quitó su sombrero y le dijo: “Mira, Sote, este pozo que ves,
es la tumba de los míos, de mi familia que dejamos en mi tierra”.
“Aquí en este pozo se quedan enterrados
todos”. Y lentamente volvió a tapar aquella “tumba” que aparentemente estaba
vacía, pero que sin embargo, había quedado llena de los recuerdos de los
espíritus de nuestros más allegados familiares.
Sigue contando mi mamá: Como mi abuelita
Sotera guardó silencio le preguntó: Mamá y qué le dijo mi papá, por qué hizo
eso, a lo que ella contestó:”Mira hija, en esos tiempos lo que decía y decidía
el marido eso se hacía y a mí, como mujer, como su mujer, solamente cuando él
me platicaba algo yo lo escuchaba y nada más le preguntaba algo cuando pensaba
yo que él iba a contestar algo, menos no”.
Bueno hija, pues junto a aquel manantial,
mi “Chago” se puso a juntar un poco de leña, hizo fuego y me puse a hacer algo
de comer, pasando el resto del día en ese bonito lugar, donde nuestra hija se
divertía solita, jugando con algunas piedritas del arroyo junto a aquel
manantial de agua limpia y fresca.
Al día siguiente, al despuntar el alba,
nuevamente Santiago fue de nuevo , subió los cerros y pasó del otro lado, llamó
a algunas gentes de la orilla de aquel caserío y cuando regresó me contó que
había pedido permiso de acercarnos a las casas y que se lo habían concedido,
fue entonces que me dijo: “Voy a ensillar los animales y pues, nos iremos junto
a esos jacalitos, donde platiqué, como te digo, con algunas personas del lugar
y parece que son buenos cristianos, porque les platiqué en pocas palabras de
dónde venía y con quien venía, por eso te digo que son buenas personas; porque
les dije que te había dejado a ti y a la niña del otro lado de los cerros en el
arroyo y que traíamos unos burritos con nuestras cosas y yo me animé y les dije
a unos señores grandes que si nos daba arrimo, porque la verdad ya me quedaban unas
cuantas monedas que valían muy poco, que lo hicieran por la niña y por ti, que
aunque fuera junto a su corral de los animales, sirve que allí amarraba los
míos y me dijeron que sí.
Y me dijo: “Ándale, Sote, déjame cargar
los animales y nos vamos”, y así lo hicimos.
Llegamos, y aquellas gentes nos prestaron
un pequeño jacalito; Santiago y yo empezamos a hacer amistad con aquella gente
y les platicamos cómo nos habíamos salido de nuestra tierra y así, con lo poco
que teníamos nos vinimos y que antes no nos habíamos animado a pedir arrimo en
ningún otro lado, hasta aquí.
Santiago, ya con un poco más de confianza
les preguntó qué lugar era éste, a lo que las gentes contestaron que se llamaba
“El Ojo de Agua”; por la misma agua que brotaba en el arroyo donde habíamos
acampado.
Él preguntó que si habría trabajo cerca, y
las gentes le dijeron que sí, que allí en “El Ojo de Agua” algunos se dedicaban
a las labores del campo, a sembrar ya que el lugar era muy llovedor y que se
daban buenas cosechas; pero que más abajo, como a dos o tres leguas después de
pasar el monte, más al norte había una hacienda que se llamaba “Hacienda del
Rosario” y que junto a ella había una fábrica donde hacían telas de algodón,
que tanto la fábrica como la hacienda eran de unos señores muy ricos que se
llamaban “Los Madero” y que en las tierras de ellos ocupaban mucha gente.
Fue así como al poquito tiempo mi papá le
pidió permiso al juez del barrio, aconsejado por algunas gentes para que le
permitiera construir un “jacalito” para él y su familia y sí lo logró, así armó
su jacalito junto al arroyo, al lado había una palma, allí mero hizo su jacal y
que precisamente el callejón se llamaba de “La Palma” por ese árbol que se
encontraba allí, y que en la otra orilla del mismo callejón, hacia el poniente,
había unas familias que se apellidaban “Luna”, que uno de ellos se llamaba Don
Prisciliano” y el otro se llamaba “Don León Luna”.
Con el paso del tiempo, en ese lugar
nacieron otros dos hijos de Don Santiago y de Doña Sotera y allí en ese lugar
hicieron sus vidas, ya que su papá consiguió trabajo en la fábrica, lo ocuparon
en la caldera y que dicha caldera la alimentaban en ese tiempo con leña.
Así fue como nuestra familia se quedó a
vivir para siempre en este lugar, donde crecimos y formamos nuestras propias
familias y donde mis hermanos también trabajaron en la fábrica.
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