Historia de una muerte cualquiera
Me contaron que Luis García Silva murió
una fría noche de abril a sus 55 años. Tenía los ojos abiertos de tanto soñar y
las comisuras enrojecidas por el llanto. Su corazón, dijeron, lo había
traicionado de repente en el cuarto de una vecindad olor a excremento, sudor y
orines.
En el lugar había botellas de cerveza,
sotol y dos o tres libros despastados.
Lo acompañaba un joven desvelado que
sentado en una silla de madera jamás dejó de pensar que El Pajarito, como le
decían, iba a incorporarse, pedir la silla de ruedas y tirar dos o tres jabs al
costal de golpeo y mitigar el cansancio y la soledad que lo acompañaban como
una sombra en cualquier cervecería del centro de la ciudad.
No fue así. Dejó de respirar; el
muchacho no paró de llorar.
Luis García soñaba con sacar un campeón
mundial de box hurgando en los escombros de los barrios marginales de la
ciudad: sólo obtuvo rechazo y burlas de sus contemporáneos a la hora en que la
espuma de la cerveza se confundía con la
saliva que escurrían en las arcadas mientras mujeres desdentadas
tranquilizaban el momento en algún antro maltrecho.
Vivió acelerado de estado en estado,
estudió dirección teatral en la sala Xavier Villaurrutia del INBA bajo la
tutela de Emilio Carballido, escribió una novela a mano que jamás publicó
tirando los pedazos rotos en las aguas del Nazas; Se
casó en Mazatlán Sinaloa y tuvo una
hija de la cual ya no volvió a saber cuando era apenas una niña.
“Era de ojos bonitos, verdes, ya no
volví a saber de ella”, platicaba constantemente mientras vendaba las manos
apretando los nudillos.
Su esposa lo dejó por enamorado,
explicaba.
Fue director técnico de un equipo de
futbol: Ángeles de San Pedro y alumno destacado del boxeador Sigfrido
Rodríguez, quien peleó contra campeones mundiales como Alexis Arguello, Ricardo
Arredondo, y Alfredo “El Salcedo” Escalera, juntos entrenaron muchos jóvenes
forjando historias en la zona de tolerancia de Torreón.
Se enamoró en más de una ocasión de las
bellezas del barrio, brindando a su salud recitando fragmentos de Hemingway,
Hesse, Tolstoi, Dostoievsky. Por quién doblan las campanas lo hacía sonreír. Y
soñar.
Soñaba mucho, soñaba mundos mejores,
Soñaba con un cielo azul arriba de un gimnasio.
La calle de las prostitutas conocía sus
pasos, después la rodada de su silla cuando perdió la movilidad de sus piernas
consecuencia de una caída en bicicleta; la calle esa vitoreaba sus piropos
elegantes en el arrabal.
Casi al final de su vida lo vieron
pedir limosna afuera de una farmacia: flaco, demacrado y con la vista nublada. La
muerte le respiraba en la nuca y le coqueteaba en las esquinas con escote y
liguero.
El rumor de su muerte fue apenas un
susurro ululando en las ventiscas heladas del verano, estación que él añoraba
cuando los atardeceres rojizos sangraban en su natal Comarca olor a cerveza y
tierra mojada.
Dicen que su tumba yace en un panteón a
la salida de la ciudad, la familia que abandonó por estar al lado de los
jóvenes del barrio solventó un ataúd caro y un funeral elegante, que, estoy
seguro, él hubiera despreciado prefiriendo la nostalgia de un cementerio
municipal con sepulcros de tierra, cruces de madera y llanto sincero.
Pienso en estos momentos en el ataúd y
contadas lágrimas rodando en mejillas manchadas por el polvo de esa tarde de
sábado. Según me contaron había una joven hermosa en el entierro, su hija,
quien presenciaba un luto propio, interno, de una persona desconocida que la
añoró hasta el respiro final.
Javier, un viejo loco, alcohólico y
maltratado por el tiempo fue durante sus últimos años su guía. Lo cuidaba,
cruzaban juntos la oscuridad fragmentada por destellos de sirenas y colores
chillones tarareando tangos de Gardel. Javier nunca se emborrachaba de más,
tomaba lo necesario para no perder el juicio y llevarlo de regreso a su cuarto.
En la soledad del cuarto alguna vez me
confió- no paraba de beber botellas de mezcal. Estúpidamente hasta su madre
lloraba recordando a su hija perdida, pensando seriamente en qué iba a comer el
día de mañana o si un buen amigo le obsequiaría un taco. Siempre despedía dando
bendiciones, siempre alguna luz iluminaba sus calles umbrías.
A sus alumnos les enseñaba respeto,
explicaba que todos éramos una hermandad. Sabía inyectar confianza ciega y
valor espartano. Aconsejaba ser un lobo estepario: un guerrero, él lo fue. Lo
venció un dolor clavado en ese corazón cansado de tanto amar.
Dicen que se despidió en las calles
diciendo: Ya me voy.
Una tarde decidí recordarlo: platiqué
con las mujeres de la cantina, acaricié a los perros de la plaza y departí con
los vagabundos del centro para que me gritaran lo que él fue.
No hallé mucho, encontré nada.
Cuando moría la tarde decidí marcar un
teléfono desde una caseta de la alameda. En un local de comida rápida vi a
Javier trabajando de ayudante, caí a cuento que tenía dos años sin verlo,
estaba igual. Inmediatamente lo imaginé llorando por las calles, solitario con
su infancia sorbiendo mocos aguados. Me identificó.
Estrechamos manos, nos preguntamos
sobre la misma persona y un aire helado se llevó los rastros acuosos que
amenazaban con salir. Decidimos surcar las calles, dominarlas hasta sentirnos
dueños de la acera y blasfemar en las barras de madera de las cervecerías.
A una hora ebria Javier despachó a una
mujer robusta que lo acompañaba. Ella conocía a Luis García como un buen amigo
que la trepaba en la silla de ruedas y la desnudaba a cambio de unas cervezas.
Ella nos dio un regalo esa noche.
Se alejó sacando monedas del bolsito
rojo incrustado en el sostén. Perdió la vista en la pantalla de la rockola y
programó canciones de Gardel. Ya no había nadie en la barra, sólo mujeres
perezosas contando el dinero de la jornada.
Adiós, muchachos, ya me voy y me
resigno, contra el destino nadie la calla. Se terminaron para mí todas las
farras. Mi cuerpo enfermo no resiste más.
Javier cerró los ojos: dio un trago,
dos, trató de dar el tercero y su baba salió lentamente. Pasó las manos sobre
la mesa, agachó la cabeza, apretó los dientes mostrando las encías.
Y lloró.